LA RESISTENCIA DE LOS SORDOS

por Dr. Miguel Benasayag

Desde nuestro punto de vista, la discapacidad existe. Puede ser que juzgado por el hombre que camina, un hombre en silla de ruedas no sea visto como un ser entero, sino como un ser disminuido, pero es preciso pensar en términos de niveles de perfección diferentes, pero todos acabados. La noción de discapacidad se construyó históricamente y lo que denominamos discapacidad contiene una forma mucho más compleja y profunda del modo de ser de cada persona en el mundo. Podríamos decir que, quitada la capa de betún, o sea, la etiqueta ‘discapacidad’, lo que aparece, es una profunda y conflictiva multiplicidad y que justamente por ello no se trata de una superficie lisa donde la persona carga las carencias y las competencias como si se tratara de la bolsa de las compras.

La idea de la perfección es expresión de un modelo dominante, y nos invita a pensar en términos de modos de ser diferentes, porque perfección no significa lo mismo para la filosofía que para el sentido común. Filosóficamente, la perfección hace referencia a la completitud. Sé lo que soy. La pregunta que debo responder es: qué potencia puedo desplegar considerando quien soy, qué me atraviesa, qué me convoca o interpela en las situaciones que vivo.

En el centro de esta concepción se encuentra el principio de la ética de Spinoza: no podemos saber hasta dónde el cuerpo puede desplegar su potencia y coincidir con la de los otros, porque los cuerpos están dentro de sistemas abiertos y dinámicos.

El punto de vista opuesto es el “hacerse cargo” de las persona discapacitadas partiendo de un modelo único que define a los discapacitados como deficientes, o dicho de otro modo, como sistemas cerrados y saturados: desde lo que sé que no puedo, sé lo que soy y lo que debo desear. Ser considerado como un discapacitado, es “saber” (en demasía) quién es uno.

Sin embargo la vida está contenida en esta proposición: desplegar nuestras posibilidades sin jamás decir “hasta acá, soy yo”. La persona es múltiple, un tejido de y entre conexiones. Por eso etiquetar, estigmatizar a los “discapacitados” explica también por qué ciertos grupos estigmatizados se resisten al etiquetamiento y actúan como contestatarios.

La represión se torna aún más fuerte cuanto más se niega el etiquetamiento: el enunciado “no, la discapacidad no existe, solo hay situaciones de discapacidad”, es un paso mayor en la represión.

Tomemos el caso de la comunidad de sordos. En el corazón de la sordera surgió una cosa universal; una subjetividad perceptiva que ha creado una subjetividad conceptual, una cultura: la lengua de signos, con sus características regionales y su base internacional. Es el testimonio de la existencia de una cultura. No es que los sordos poseen una herramienta tal como la lengua de signos. Por el contrario, la lengua de signos, como la cultura a la que pertenece, posee sordos que la hacen vivir, es una dimensión emergente autónoma.

Los sordos siempre constituyeron una comunidad aparte y su lenguaje es en alguna medida un misterio. La posición normalizadora no quiere reconocer que en apenas una hora de conversación, un sordo francés y uno norteamericano se entienden e intercambien sin dificultad, incluyendo las nociones abstractas. Este lenguaje hace pensar en una lengua universal, originaria.

La comunidad sorda experimenta después de mucho tiempo que un sordo no está privado de alguna cosa, sino constituido de otra manera (la plasticidad cerebral, y lo que se conoce como el reciclaje neuronal son la base de esta organización diferente, no disminuyente).

Los sordos que se oponen al implante coclear que les permitiría oír entendieron que no les falta el oído, y que la sordera más que una discapacidad, es un modo de ser. A partir de este hecho han puesto de manifiesto la condición que conlleva la discapacidad. Porque decir “no, no nos falta el oído” no era posible antes de sostener un “modo de ser discapacitado”. Es rechazando ser normalizado que esta comunidad se constituyó culturalmente.

La represión de estos discapacitados fue dura, pero lo interesante es el modo en que lo demostraron. Habiendo sido tratados durante tanto tiempo como idiotas o autistas, pasaron de lo que es considerado como un defecto a un modo de ser. Retomando el ejemplo central de la lengua, ellos tenían la pretensión de hablar ‘su’ lenguaje, rechazando ser ‘oralizados’, hablados y significados desde otro lugar. Es verdad que en reacción a esta resistencia recibieron una violencia extrema: los aislaron, fueron forzados a verbalizar, obligados a mantener quietas las manos en las escuelas, a menudo se les ataba las manos para evitar que puedan comunicarse por signos; fueron esterilizados por la fuerza en la Alemania nazi aunque también -asombrosamente- en ciertas democracias de los países centrales. El lenguaje de señas tenía que desaparecer. A pesar de todo esto, o tal vez por la resistencia que ejercieron, este lenguaje sorprendente se desarrolló. No sabemos si los sordos guardaron la lengua de signos o si la lengua de signos guardo a los sordos. De igual modo, no sabemos si los judíos han guardado el Shabat o si el Shabat guardó a los judíos.

Nos interesa particularmente la vigencia de una resistencia de este tipo que se expresa en la crítica al implante coclear, presentado como la única posibilidad para un niño sordo. La posición de los sordos está en el centro de la problemática del biopoder: sí, el implante coclear permite en ciertas condiciones restablecer la audición pero también puede ser objeto de rechazo, reacción esta, que para nuestros contemporáneos resulta incomprensible.

Rousseau afirmaba “lo malo con el progreso es que sabemos lo que ganamos pero ignoramos lo que perdemos”; los sordos a través del mencionado rechazo parecen decir “con los avances médicos sabemos lo que ganamos pero también lo que perdemos”. Para los sordos, la sordera es una forma de ser, por lo tanto la normalización implica pérdidas. En realidad, sería más correcto decir que los sordos saben qué está en juego: el lenguaje de señas y su cultura, y una percepción y conceptualización singulares.

La resistencia de los sordos es ejemplar porque son los primeros que pueden decir lo que pierden con esta tecnología. Esa cultura se basa en una materialidad psíquica: el cerebro. Gracias a su plasticidad, desarrolla nuevas conexiones, regiones de la corteza que no existen o están poco desarrolladas entre los que escuchan.

Así como los sordos reivindican un modo de ser, también reivindican un sustrato material muy concreto de este modo de ser. Si el nervio auditivo no funciona, ellos desarrollan otros modos de concepción. La percepción es siempre plural, moviliza al mismo tiempo el oído, el tacto, la vista; lo que percibimos como “ruidoso” no está fuera de circuito para la persona sorda: los estímulos les llegan de otra manera. Lo que importa es que el modo de ser que ellos reivindican corresponde a un desarrollo material muy concreto de percepción subyacente, constitutivo de este modo de ser.

Podemos decir que lo que los sordos están rechazando con el implante coclear es, por un lado, el tratamiento médico de su forma de ser, pero al mismo tiempo y a través de ese tratamiento, de ser reducidos a una carencia. ¿O no es cierto que es ese el riesgo concreto de los implantes cocleares? Los implantes no permiten a la persona sorda estar entre dos mundos y conservar la integridad de su capacidad perceptiva, por el contrario, la convierte en un “escuchador disminuido”, en un sub-escuchador, lo separa de su cultura y lo ancla entre los discapacitados. Al rechazar el implante, al igual que antes rechazaron la obligatoriedad de la “oralización” sistemática, la comunidad sorda resiste no sólo a la categoría discapacitado sino al mismo tiempo a la pretensión del biopoder que en nombre de luchar contra la estigmatización impone lenta, suavemente, la desaparición de un modo de ser que se había desarrollado. Esta comunidad nos hace comprender que un modo perceptivo diferente no es un nivel de perfección menor, lo que nuestras sociedades del biopoder saben bien cómo reprimir.

En consecuencia, ese modo de ser físico que es la sordera, el cual creó una cultura, permite entender otros estados así como a otros “discapacitados”, y por consiguiente a los ‘progresos’ unidimensionales que propone la medicina.

Nuestra sociedad sufre sin dudas de no poder comprender que a menudo un agregado, un plus, un aumento por más útil que parezca, implica una gran pérdida en nuestro ser, en nuestro modo de ser-en-el-mundo.

El biopoder ¿no es acaso una ideología que nos señala que la vida debe desarrollarse según normas bien definidas, normas que determinan que la discapacidad es un modo de vida imperfecto? Pero, ¡no existe un nivel imperfecto sino modos diferentes de la perfección!

¿Qué significó la fragilidad de Einstein o de otros genios para desarrollar semejantes intuiciones de sabiduría? No se trata de negar la existencia de ciertos “dones” pero el hecho es que estos posibles se encuentran subsumidos bajo la categoría de discapacidad. ¿Por qué todas las tecnologías médicas que permiten “hacerse cargo” de una discapacidad han sido concebidas como paliativos de una carencia?

¿No podemos imaginar una utilización técnica en el sentido de acompañar ese modo de ser particular?

Retomando el ejemplo de la sordera: ¿por qué un sordo no podría beneficiarse de los beneficios que trae un implante coclear y no obstante poder elegir desconectarse cuando lo desee? O bien, ¿por qué un psicótico no habría de beneficiarse con moléculas antisicóticas que no tengan por efecto colateral convertirlo en incapaz de tomarlas por sus propios medios?

¿Alguna vez será posible articular la técnica con proyectos emancipatorios?

 

Dr Miguel Benasayag, médico psiquiatra, filósofo, investigador argentino, residente en Francia. De su libro «Medicina y Biopoder»-

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