BIOÉTICA: LO PRIMERO, NO DAÑAR

Consideraciones de bioética relevantes para el diseño de ensayos clínicos

Escribe: Dr. Pedro M. Politi
Oncólogo clínico. Equipo Interdisciplinario de Oncología, Buenos Aires / Profesor Adjunto, II Cátedra de Farmacología, Facultad de Medicina, UBA

En numerosas oportunidades en la historia de las sociedades, la reflexión y las decisiones reglamentaristas aparecen a posteriori de crisis o de situaciones límite. El respeto por los derechos de los voluntarios y pacientes que participan de los ensayos clínicos no fue una excepción.

Los juicios de Nuremberg pusieron sobre la mesa una separación (que hoy consideraríamos artificial) entre investigación con fines terapéuticos o sin estos fines, y subrayaron la autonomía del paciente o voluntario. Los escándalos denunciados por Henry Beecher y analizados por la medicina académica, del lado de los «buenos», los triunfadores, en guerras posteriores (o en tiempos de paz) y el grosero escándalo del llamado ensayo Tuskegee promovieron la formación de una comisión en EE.UU., cuyo informe (Informe Belmont) ordenó y clarificó numerosos puntos, y fue incorporado al corpus legislativo de ese país.

Unidentified subject, onlookers and Dr. Walter Edmondson taking a blood test (NARA, Atlanta, GA)
Unidentified subject, onlookers and Dr. Walter Edmondson taking a blood test (NARA, Atlanta, GA)

En la Argentina, el «affaire crotoxina» puso en la calle a pacientes y sus familiares, quienes demandaban acceso a una controvertida terapia en etapa experimental. La creación de la ANMAT, con poder de policía pero con una estructura endeble y una cúpula sin vocación ni poder real para generar los cambios necesarios, jugó un rol para que en diciembre del 2000 el periódico The Washington Post denunciara ampliamente la situación argentina donde «se obtenía acceso fácil a pacientes, si había suficientes dólares».

Esta breve presentación tiene por objetivo brindar un pantallazo sobre los derechos de los pacientes y voluntarios sanos que participan en ensayos clínicos (a partir de ahora, llamémoslos «pacientes y voluntarios», a secas), y motivar una posterior lectura y búsqueda más profunda.

Los principios bioéticos básicos aplicables a la investigación clínica incluyen, según el Informe Belmont: la no-maleficencia, la autonomía y la justicia. La primera se resume en el aforismo hipocrático: «lo primero, no dañar» (primum non nocere), y su cumplimiento en los ensayos clínicos implica la puesta en marcha de mecanismos de salvaguarda y protección de la integridad y seguridad de los pacientes. O sea: estudios previos al ingreso, criterios de exclusión que busquen evitar la exposición de pacientes muy debilitados a tratamientos enérgicos o potencialmente peligrosos, medidas para excluir a las embarazadas y mujeres que estén amamantando, criterios para ajuste de dosis o suspensión de tratamiento ante determinado nivel de toxicidad, criterios para remoción de un paciente del estudio, y criterios para finalizar el ensayo, son algunos ejemplos. Básicamente, se espera que profesionales altamente capacitados y expertos en el tema, en un marco institucional tecnológicamente adaptado, dispuesto y capaz de aplicar el «estado actual del arte» médico, se hagan cargo de garantizar la seguridad de los pacientes. El mismo hecho de redactar cuidadosamente el protocolo muestra una atención especial al detalle que tiende a brindar una mayor protección del paciente. Del mismo modo, en los ensayos de fase I se toman precauciones adicionales para no encontrarse con desagradables sorpresas: si se va a escalar la dosis de un fármaco (según protocolo), se efectúa esto en un paciente, y se espera un tiempo prudencial antes de incorporar nuevos pacientes en este nivel de dosis.
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El segundo principio (autonomía) implica un ajuste de la posición clásica, que posicionaba erróneamente al profesional en un lugar de preeminencia (baste recordar la expresión afortunadamente perimida «un-dios-en-guardapolvo-blanco«… o ver la antigua serie televisiva Dr. Kildare). En otras palabras, el foco se pone en el paciente, en su óptica y sus derechos. Reconocer la autonomía del paciente es respetarlo como un Otro, como distinto-de-uno. Es aceptar que tiene derecho a decir que no, a no ingresar al ensayo, y a retirarse cuando le parezca, sin necesidad de dar explicaciones. Es admitir que no se puede violentar su deseo o decisión; que es un sujeto libre: un sujeto de derecho, en lenguaje legal.

Respetar la autonomía lleva a solicitar autorización del paciente para que éste participe del ensayo clínico. Si el paciente o voluntario fuese menor o estuviese incapacitado, será necesario recabar la autorización de sus padres, o del guardián legal, tutor o apoderado. Y esta autorización es revocable en cualquier momento, por el motivo que le plazca al paciente o voluntario. Sin peros.

Ese consentimiento no basta: para que haya respeto de la autonomía, se debe explicar de qué se trata. Por lo tanto, el consentimiento es, necesariamente, un «consentimiento informado». Sin embargo, aquí no hay neutralidad. El investigador a cargo tiene interés en que el ensayo se lleva a cabo y se complete. Desea reclutar pacientes, y entonces cuando ‘informar’ para que el paciente dé su consentimiento ya incide en la decisión. ¿Cuán confiable es esta figura del investigador? Durante décadas, la medicina respetó casi religiosamente a estos profesionales. Pero exceso tras exceso (y escándalo tras escándalo), quedó claro que era necesaria una poderosa intervención en esta ecuación en la que hay alguien que no sabe (el paciente o voluntario) y corre con los riesgos en su salud y en su cuerpo, y por otra parte alguien que sabe (el investigador). Una clásica asimetría de la información. La parte más débil es el paciente, y debe ser protegido. El «consentimiento informado», por tanto, es un proceso, no un formulario; una serie de acciones con su correspondiente control de calidad, y no sólo un papel. Se trata, nada menos, que de una transferencia de información técnica, cuali-cuantitativa, que debe ser planteada en forma accesible y llana para que pueda ser comprendida, en suficiente detalle para que ayude al proceso de toma de decisión, valorando los riesgos, beneficios e incomodidades, y teniendo en cuenta cuáles son las alternativas a la participación en el ensayo.

¿Cómo le explicamos a un adulto que tiene leucemia aguda que sus posibilidades de morir por la enfermedad son sustanciales, que los tratamientos convencionales son insatisfactorios y tóxicos, y que existen algunas esperanzas puestas en un tratamiento novedoso cuyo mecanismo es X, y cuyos riesgos son… (larga lista), y que si no se trata, se muere… Y ¿cómo le explicamos lo mismo a un niño? ¿Y a sus padres?
¿Cuánto tiempo y cuánto esfuerzo y reuniones llevará llegar a la clarificación, y asegurarse que «el mensaje fue recibido, fuerte y claro»?

¡Muchos pacientes, luego de una larga entrevista, ni siquiera han comprendido que se les ha ofrecido un tratamiento experimental! Y son minoría los pacientes (y los investigadores) que comprenden que con su posible participación se beneficia mucho más ‘la ciencia’ que ellos mismos. También son minoría los que comprenden que la probabilidad de curación o bien no existe, o no hay forma de cuantificarla, o que aún se está en el terreno de las hipótesis más desaforadamente optimistas que alguien pudiese plantear, con mínima base científica.

Entonces: el consentimiento informado es un proceso, no solamente un documento en papel. Como tal, requiere validación externa, control de calidad, monitoreo del rendimiento, transparencia e integridad. Integridad y transparencia requieren que se le diga al paciente que el profesional percibe un honorario por paciente ingresado (o no); que el ensayo tiene como objetivo buscar la aprobación de un nuevo producto o dispositivo, o comparar un tratamiento establecido con otro que ha sido evaluado solamente en decenas de humanos. Es perfectamente lícito utilizar videos ilustrativos, y (con el permiso del paciente) grabar o filmar la sesión informativa.

Tiene que haber un control externo que valide y dé fe del acto de consentimiento. Un testigo que idealmente no sea participante profesional del ensayo debe firmar y dar fe que el paciente fue quien firmó, y lo hizo libre de evidente o grosera presión. Se debe entregar al paciente una copia del documento que éste ha firmado.

Hasta aquí, todo claro. Pero un distinguido Profesor de Medicina, el Dr. Alberto Agrest, del Instituto Lanari, de la Universidad de Buenos Aires, sacudiendo su cabeza decía: «Todo consentimiento informado es inválido. Se trata meramente de un acto de seducción intelectual cometido por el investigador. Cualquier profesional hábil puede arrancar un consentimiento de un paciente o voluntario». ¿Es cierto? En parte, sí. La coerción puede ser muy sutil: desde no desairar «a este buen doctor -o doctora- que se pasó tanto tiempo explicándome cosas que no comprendo» hasta la angustiosa certeza que da saberse invadido por una enfermedad incurable, y súbitamente confrontado por alguien con aspecto ‘angelical’ que ofrece ante los ojos ávidos y desesperados, un lejano brillo de esperanza. O incluso la certeza de cobertura médica con todos los gastos pagos. «Si la oferta es demasiado buena como para rehusarla, puede resultar no-ética», expresó el Dr. Ezekiel Emanuel, bioeticista de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de los EE.UU.

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¿Qué elementos no pueden faltar en el formulario y en el proceso de consentimiento informado?

1. La información clara, detallada y completa, accesible, y en lenguaje sin jerga (parece una petición imposible).
2. La clara explicitación de la naturaleza experimental (no-estándar) del tratamiento o procedimiento.
3. Los beneficios posibles, conservadoramente estimados (los médicos somos muy buenos para esta parte).
4. Los riesgos, apropiadamente ponderados, según la mejor información disponible a la fecha (¡ups! El formulario debe actualizarse periódicamente, o complementarse con material de actualización adicional).
5. Las incomodidades, penurias y agravaciones cotidianas que implique.
6. Las alternativas. Por ejemplo, en el infame ensayo Tuskegee, no se le explicó a los pacientes (pobres, de raza negra, habitantes de la zona Sur de los EE.UU., que había salido la penicilina para tratar eficazmente su sífilis y que lo que se les planteaba era la mera observación del curso devastador de la enfermedad no tratada (¡un hecho criminal!). Es desde esta óptica que se analiza hoy día cualquier rama con observación sola, o con placebo, o con una terapia que aparezca a priori como substandard, subóptima. En este sentido, la Asociación Médica Mundial declaró hace pocos años que el tratamiento utilizado como comparador o referencia debía ser el mejor disponible en el mundo, a la luz del mejor conocimiento médico y del estado del arte.

El principio de justicia se refiere a dar a cada uno según su necesidad, y en brindar igualdad de oportunidades, sin discriminación. Si consideramos que el acceso a tratamientos experimentales es una posibilidad de progreso y esperanza, entonces el denegar esta posibilidad debido a motivos no médicos (raza, lengua, política, religión, etcétera) representa una fuerte injusticia y un acto discriminatorio.

Otro punto importante es: ¿qué recompensa recibirá la comunidad que abrió sus puertas a la investigación, que acercó a sus madres, padres, hijas e hijos para que participaran y se expusieran? ¿Con qué se quedan las aldeas cuya activa participación permitió demostrar la superioridad de una nueva vacuna una vez terminado el ensayo?
Muchas veces, la respuesta es amarga: se quedan con quienes hayan resultado dañados (a veces, con rehabilitación paga, es cierto, pero… es insuficiente), y tan pobres como antes. No siempre sucede así. A veces es peor: quedan más pobres que antes, porque algunos equipos de investigación reclutan a los agentes promotores de salud de esa comunidad y se los llevan, por un sueldo en dólares que a los locales les parece una fortuna. Se quedan sin su enfermera, o sin el médico del pueblo, o sin el intérprete o el bioquímico. Ellos parten a una exitosa carrera en el Norte, y esa aldea queda atrás y sin posibilidades de acceder económicamente a la vacuna por la que «pusieron el cuerpo» y con cuyo sudor y sangre se aprobó.

Hace falta reformular el marco para estas relaciones. Un compromiso de no saquear los recursos humanos de la comunidad, de no aprovecharse de su menor nivel de información, y un acuerdo justo que provea beneficios tangibles y razonables a la población que hizo (hace) tanto por avanzar un emprendimiento que se les había presentado como humanitario y luego descubren que era sólo comercial.

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1. Rothman D. J. Ethics and human experimentation. Henry Beecher revisited. N Engl J Med 1987; 317:1195-1199.
2. The National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research. The Belmont Report. Ethical Principles and Guidelines for the Protection of Human Subjects of Research. April 1979. U.S. Government Printing Office, Washington, DC, USA. Impresión: 1988. GPO 887-809.

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